ABANDONANDO EL PECADO SURGE LA SANTIDAD

Porque Dios nos exige que seamos santos, como él es santo. No importa qué hayamos logrado u obtenido en la vida. Si no tenemos la santidad, hemos perdido el partido, ...pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor.
Abandonando el pecado surge la santidad
No importa qué hayamos logrado u obtenido en la vida. Si no tenemos la santidad, hemos perdido lo fundamental. Para desarrollar el tema de la santidad el autor parte del imperativo de Pablo en Colosenses 3 de «desvestirse» y «vestirse». Por último, destaca cuatro conceptos de 2 Corintios 7.1 de cómo el creyente llega a la santidad.
Tratar el tema de la santidad es como caminar por un campo minado: debe hacerse con mucha cautela. Pues, al tocar el tema, nos acercamos a uno de los nervios principales y más sensibles del cuerpo cristiano.
Todos sabemos cuál es el principal mandamiento de Dios, aquel que dirige todo lo que Dios demanda de nosotros. Fue declarado directamente por nuestro Señor Jesucristo: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.» (Mr 12.30) En la misma oportunidad, pronunció el segundo gran mandamiento en escala de importancia: «Ama a tu prójimo como a ti mismo.» (Mr 12.31)
Con estos dos mandamientos, se enmarca la mayor parte de la vida cristiana. Pero, quisiera sugerir uno en el tercer lugar de importancia: «Sean ustedes santos, porque yo soy santo.» (1 Pe 1.16)
No es una «sugerencia», y no hay alternativa. Dios demanda nuestra santidad. Y para acentuar la importancia que tiene la santidad en nuestra vida, el autor de Hebreos afirma categóricamente: «Pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor.» (He 12.14)
Este último versículo debe encender una luz roja de advertencia en nuestra mente. Sin ninguna duda los temas de actualidad en nuestras iglesias son importantes: la alabanza, la evangelización, el estudio, la liberación, la oración, etcétera. Pero a pesar de la importancia de los muchos temas que manejamos, la realidad es que «sin la santidad, nadie podrá ver a Dios». Si descuidamos esta dimensión de la vida cristiana, ninguna de las otras tiene valor.
Cinco aclaraciones
Desde el inicio del desarrollo de este tema, es necesario hacer varias aclaraciones.
Primero, somos santos, pero no lo somos. Es decir, la Biblia dice que ya somos santos, sin embargo, también deja claro que todavía no lo somos en su sentido pleno.
El significado principal de la palabra «santo» es simplemente «separado». Una cosa o persona «santa» es aquella que ha sido separada para Dios. El cristiano es «santo» porque ya no es «hijo de Satanás» sino hijo de Dios. Ha sido apartado de la «humanidad» para participar en un reino diferente, para participar en y con un pueblo diferente. Es por esta razón que Pablo llama «santos» a «todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo.» (1 Co 1.2) Si soy de Cristo, soy santo.
Pero ser santo como Dios es santo es otro tema. Ya no está hablando de nuestra posición en Cristo, sino de nuestra calidad de vida. Uno puede ser hijo de Dios, pero, aun así, puede estar siguiendo un estilo de vida que está lejos de ser santo. Seguramente todos conocemos a muchos hermanos que son capaces, inteligentes y conocedores de la Palabra. Pero también, seguramente, hemos de conocer a pocos santos.
Segundo, la santificación no es un evento, es un proceso. Es tentador pensar que la conversión, u otra experiencia cristiana, incluyera la santificación como un hecho acabado definitivamente. Pero, es una ilusión.
Siempre ha habido quienes piensen que esto sí es posible, especialmente en el siglo pasado. El planteamiento de esta gente es que un cristiano puede experimentar una «consagración», un «bautismo», una «unción» u otra clase de experiencia que lo deja libre de pecado.
Pero el apóstol Juan enseña que esta pretensión es mentira. La persona que piensa que ha superado al pecado se engaña a sí misma (1 Jn 1.8). Una buena parte del Nuevo Testamento es exhortación a apartar de nuestra vida ciertas actitudes y prácticas, y a agregar a ella otras. Si fuera posible reducir el proceso a una «experiencia», buena parte del Nuevo Testamento no sería necesaria.
Tercero, la santificación es inalcanzable. Una multitud frente al trono de Dios en el cielo nos afirma la verdad: «Pues solamente tú eres santo» (Ap 15.4). Toda santidad humana o angélica es una pálida reflexión de la santidad de Dios. Al lado de él todo blanco parece gris y toda luz, amarillenta.
La persona que piensa que ya ha alcanzado la santidad simplemente tiene un dios enano. Al contrario, nuestra actitud debe ser igual a la de Pablo cuando dijo: «No quiero decir que ya lo haya conseguido todo, ni que ya sea perfecto; pero sigo adelante con la esperanza de alcanzarlo.» (Fil 3.13)
Felizmente, nuestro Dios es muy grande, así que siempre estaremos lejos de ser como él, y siempre tendremos abundante espacio para crecer.
Cuarto, la santidad no es para una minoría elegida. A veces pensamos que es para personas como la madre Teresa de Calcuta, o Billy Graham, y con eso, nos disculpamos. Pero la exhortación está dirigida a toda la iglesia: «Porque ya sabéis qué instrucciones os dimos por el Señor Jesús; pues la voluntad de Dios es vuestra santificación.» (1 Ts 4.2,3)
La voluntad de Dios para nosotros no es que seamos felices, ni «realizados», ni prósperos, sino santos. No importa cuánto éxito tengamos en la vida y en la iglesia, si perdemos en este aspecto, a los ojos de Dios, habremos fallado en lo principal.
Quinto, la santificación nada tiene que ver con aislarse del mundo. Tal como el pecado tiene sus raíces profundas dentro de nosotros (Mr 7.20-23), así también la santidad se genera desde muy adentro. Afecta nuestras actitudes y conducta, pero trasciende a ellas. En términos bíblicos, tiene que ver con el «corazón», con ese núcleo muy interno que controla todo lo que somos.
La santidad nada tiene que ver con las circunstancias que nos rodean. Una persona puede ser santa en el negocio, aula o cocina. Pero a la vez puede ser un diablo en el monasterio.
El movimiento monástico nació, en parte, a raíz de esa búsqueda. «Si uno se aparta de la ciudad, busca la soledad de las montañas o del desierto, allí puede encontrarse con Dios, allí puede encontrar la santificación.» Pero no es así, porque llevamos el mal en nosotros dondequiera que vayamos.
El Señor Jesús es el mejor ejemplo de esto. Lo criticaron porque no se apartó de los pecadores; peor, frecuentaba los lugares «mundanos». La gente religiosa lo condenó fuertemente por esa causa (Lc 7.34).
Pero sabemos bien que la gente y los lugares «mundanos» no conta-minaron de ninguna manera al Señor, porque es el único hombre verdaderamente santo que ha caminado sobre esta tierra. Ilustro este principio con la siguiente analogía:
La santidad en nada se parece al termómetro. Porque el termómetro se somete al ambiente donde está. Si hace calor, sube; si hace frío, baja. Pero sí es parecida al termostato, porque el termostato afecta directamente el ambiente donde está. Si uno sube el termostato, la temperatura sube; si lo baja, la temperatura baja.
Una aplicación muy práctica de este principio es la pregunta que escuchamos a menudo: «¿Puede el joven ir al baile?» Y la respuesta tiene que ser «sí» ... y «no».
«Sí», porque el joven santo podría ir al baile y no dejarse moldear por el ambiente, ni por la música, ni por el «aroma sexual». Podría entrar, establecer una relación amistosa con otros jóvenes, y ser un verdadero «termostato» en ese ambiente.
Pero normalmente la respuesta tiene que ser «no», porque como bien sabemos, muy pocos de nuestros jóvenes pueden recibir la calificación de «santo». No podrían ir sin absorber el ambiente, y en alguna medida, sin hacerse daño.
Ser y no ser
¿Cómo llegamos a la santidad? Pues, en la práctica, es como una moneda, tiene dos caras. Por un lado, las Escrituras nos exhortan a ser, pero por el otro, nos instan a no ser. O, para utilizar la figura de Pablo en Colosenses, es «desvestirnos» de una forma de vida y «vestirnos» de otra (Col 3).
Ser santo es «sencillamente» ser más parecido a Dios. Nada tiene que ver con conocimiento, capacidad, dones, carismas, etcétera. Todos estos aspectos son importantes, pero ninguno es necesariamente evidencia de la santidad. Porque la santidad nada tiene que ver con presencia, sino con esencia. No tiene que ver con apariencia o características personales, sino con lo más profundo del ser humano.
Insisto en esto, porque es tan fácil confundir la imagen con la realidad. Hoy día la industria cinematográfica puede producir imágenes que, aparentemente, no distan de ninguna manera de la realidad. Nos convencen totalmente. Sin embargo, son imágenes, apariencias.
El problema es que lo mismo puede fácilmente ocurrir en la iglesia. Aprendemos a representar excelente-mente el «papel» de buen creyente. Sabemos cómo vestirnos, cómo cantar y orar, cómo relacionarnos con los demás hermanos. Son aspectos sociales y visibles de la vida cristiana que aprendemos, esencialmente, por imitación.
Pero el verdadero peligro se presenta cuando confundimos estos buenos hábitos evangélicos con la espiritualidad. Lamentablemente, uno no se hace santo simplemente porque ha aprendido a ajustarse convenientemente al molde que suponemos es la santidad.
A primera vista, el santo es una persona común y corriente. No presenta una cara más piadosa, ni tampoco una aureola. Es cuando comenzamos a conocerlo que descubrimos que tiene otra dimensión, que tiene una realidad y profundidad espirituales más allá de lo común. Es cuando comenzamos a conocerlo que descubrimos a Dios en su vida.
Así era el Señor Jesús. Isaías 53.2 sugiere que no tenía un aspecto atrayente. Era un barbudo entre muchos barbudos. Aun sus propios discípulos se confundieron y se preguntaron «¿quién es este hombre?» Creían, pero no lo entendían, porque Jesús era realmente un hombre, pero a la vez, más que un hombre.
Sí, ser santo es «sencillamente» ser cada vez más parecido a Dios. Es una transformación y renovación de nuestra personalidad, cosmovisión, emociones, de todas esas dimensiones profundas de nuestro ser.
Pero la moneda tiene otra cara, «no ser». La mayoría de nosotros no somos santos porque mantenemos factores en nuestra vida que lo impiden. Por esta misma razón las Escrituras abundan en exhortaciones a evitar, poner de lado, huir, despojarse, rechazar, etcétera.
No hay un camino mágico hacia la santidad. No se basa simplemente en una decisión o una experiencia. El santo se forja en medio de la lucha, y muy a menudo a través del sufrimiento. Es aquella persona que elige el camino estrecho, que nada contra la corriente.
El enclave principal de la lucha se llama «pureza».
La pureza es, en su esencia, la ausencia de contaminantes. Aquello que es puro no tiene mezclas, en él no existe pizca de material extraño. Es aquella persona que en su vida ha hecho desaparecer las distorsiones comunes del pecado.
Por supuesto, nunca debemos confundir la pureza humana con la de Dios. Aun con los medios científicos más sofisticados es difícil crear una sustancia perfectamente pura. Con la sola presencia de un átomo ajeno, se pierde la pureza.
De la misma manera, nosotros solamente podemos aproximarnos a la pureza de Dios. Aquí también interviene un factor de relatividad, factor debido a nuestra humanidad. Lo ilustro de esta manera: Si tomamos un litro de agua de la cloaca, y sacamos ochenta por ciento de las impurezas, el agua ha progresado mucho en su procesamiento hacia la pureza. Sin embargo, ¿quién se atrevería tomar un vaso de esa agua?
Pero, por otro lado, si tomamos un litro de agua de un manantial y sacamos ochenta por ciento de sus impurezas, también es un logro importante, sin embargo, hay poca diferencia entre el agua original y el agua «purificada».
Así es también con la pureza espiritual humana. Hay personas que comienzan su vida cristiana saliendo del pozo más profundo de degradación humana. Puede ser que en su lucha hacia la santidad tengan grandes logros, con cambios obvios para el observador externo..., aunque el resultado todavía pudiera parecer muy lejano de lo ideal.
Pero, por otro lado, otros comienzan como el joven rico (Mr. 10.20), relativamente sanos y sin mayores distorsiones morales. Ellos también tienen sus luchas en el camino de la santidad, pero para el observador externo, sus grandes logros son apenas perceptibles.
La conclusión es sencilla: nunca podremos medirnos teniendo como referencia a otras personas. Es despreciable y peligroso pensar «no soy tan santo como Fulano, pero felizmente estoy mejor que Mengano». Pablo habla de los que «cometen una tontería al medirse con su propia medida y al compararse unos con otros.» (2 Co 10.12)
En la práctica, tenemos que mirar en dos direcciones. Hacia adelante, para fijarnos en el modelo que tenemos, el Señor Jesucristo; solamente podemos compararnos con él. Pero a la vez, debemos mirar hacia atrás con frecuencia y preguntarnos: «¿Estoy avanzando en el camino? ¿Soy igual hoy que hace seis meses, un año, dos años?» Lo importante no es dónde estemos en el camino hacia la santidad, sino cuánto hemos avanzado.
Pero la lucha para lograr la santidad es mucho más que «evitar» o «resistir» el pecado. El santo odia el pecado (Pr 8.13; Am 5.15; Ro 12.9).
El pecado es muy dañino, extremadamente odioso para el santo, de tal manera que estará dispuesto a tomar cualquier medida para eliminarlo de su vida.
Es la actitud que tira esa revista a la basura porque sabe que le hace daño. Es esa actitud que apaga la televisión porque dicho programa inunda la casa y la mente con actitudes dañinas, o que sale de la sala cinematográfica antes de que termine la película, porque esta lo corrompe.
La regla es sencilla: si alimentamos nuestra mente con basura, se hace imposible tener una mente pura. No pensemos que podemos sumergirnos en la cultura mundana y salir sin mancha.
Pablo subraya el papel decisivo de nuestras mentes con estas palabras: «Por último, hermanos, piensen en todo lo verdadero, en todo lo que es digno de respeto, en todo lo recto, en todo lo puro, en todo lo agradable, en todo lo que tiene buena fama. Piensen en todo lo que es bueno y merece alabanza. Pongan en práctica lo que les enseñé y las instrucciones que les di, lo que me oyeron decir y lo que me vieron hacer: háganlo así y el Dios de paz estará con ustedes.» (Fi 4.8,9)
La pureza es una de las claves de la santidad, pero también es su eslabón débil. Ya escucho las reacciones: «¿De qué planeta vienes? Vivimos en un mundo real. Si hablamos de pureza, se mueren de risa. Si tratamos de vivir en pureza, ¡nos comen vivos!»
Sí, es un tema «extraterrestre». Sí, hablar y vivir la santidad implica luchar, y a veces, contra fuerzas crueles. Es justamente por esta razón que hay escasez de santos entre nosotros.
Pero, ¿qué alternativa tenemos? «pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor».
¿Cómo llegamos a ser santos?
Un versículo clave es 2 Corintios 7.1, y quisiera destacar cuatro de sus conceptos.
A la luz de estas promesas que tenemos
¿Cuáles promesas? Pues, tenemos que considerar el contexto, porque este versículo es la conclusión, la aplicación de lo que Pablo acaba de afirmar.
Somos, dice Pablo, templo del Espíritu Santo (6.16). La iglesia, nosotros, formamos la casa donde el Espíritu ha venido a residir. En cumplimiento a sus promesas, Dios vive entre nosotros, anda entre nosotros (v. 6). Esta idea nos hace recordar a Juan 14.23: «El que me ama, hace caso de mi palabra; y mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a vivir con él.» Pero no sólo habla de la habitación de Dios con nosotros, sino que también el Señor Jesús habla de una relación Padre e hijo, una relación íntima, cálida.
Las promesas son la presencia real, cercana, íntima de Dios en nuestra vida. Sin embargo, en la práctica, aunque cantamos «Dios está aquí», con toda pasión, nos quedamos muy lejos de Dios.
¿Por qué? Porque pensamos, hablamos y actuamos como si él no estuviera presente. En la práctica, nuestra regla es «nadie verá, nadie sabrá, nadie se preocupará». Hemos olvidado completamente que: «Nada de lo que Dios ha creado puede esconderse de él; todo está claramente expuesto ante aquel a quien tenemos que rendir cuentas.» (He 4.13)
Seguramente, si pudiéramos verlo físicamente a nuestro lado, nuestra vida sería muy diferente. Pero vivimos por fe... y, lamentablemente, muy poca fe.
Un factor esencial para crecer en la santidad es estar consciente de la constante presencia de Dios. Es vivir como dicen las Escrituras que lo hacía Moisés, «como si viera al Dios invisible» (He 11.27).
En este sentido, la santidad es contagiosa. La «absorbemos» cuando conscientemente andamos y conversamos con nuestro Padre.
En el temor de Dios
El salmista nos dice que temer a Dios es el comienzo de la sabiduría (Pr 9.10). Este pasaje indica que también nos inicia en el camino de la santidad.
Pero esta es una dimensión de nuestra fe evangélica que casi se ha perdido. Concebimos a Dios muy pequeño, muy «domesticado». Reducimos el valor de su existencia solamente para el alivio de nuestras necesidades.
Entiendo a los hermanos que oran al «papito Dios», pero veo en las Escrituras que las personas que tuvieron un encuentro cercano con Dios reaccionaron de una manera muy diferente. Juan, por ejemplo, era el discípulo más íntimo de Jesús, es del único que se dice específicamente que Jesús lo amaba (Jn 19.26, 21.20). Sin embargo, cuando vio a Jesús glorificado, cayó a sus pies como muerto (Ap 1.17). Por tener un concepto pobre de Dios, no sabemos qué es «temer» a Dios.
La palabra griega traducida «temer» aquí (2 Co 7.1), muchas veces se traduce por «miedo». El temor casi llega al miedo. Seguramente, como hijos, no debemos sentir miedo a Dios... la gente de afuera, sí, pero nosotros, no. Juan afirma que el amor echa fuera el miedo (1 Jn 4.18).
Pero el temor y el miedo son muy parecidos. El temor es lo que sentimos cuando estamos frente a algo muy grande, sumamente poderoso... y algo misterioso. Lo ilustro con tres parábolas:
El temor de Dios es parecido al astronauta que está en camino hacia la luna. Mira hacia atrás, y la tierra se ha reducido a una bola azulada. Los hombres son menos que piojos, y sus glorias ya no son visibles. Mira al espacio, y se da cuenta que ni con 1.000 vidas podría llegar a la estrella más cercana. Está solo en la inmensidad del universo, protegido por una cajita frágil de metal, y se da cuenta cuán pequeño es...
O, el temor de Dios es como el oficial entrenado en la desactivación de bombas. Recibe un llamado para investigar un paquete en un edificio. Se pone su chaleco protector y su casco especial. Prepara sus herramientas y se acerca al paquete. Sabe bien su tarea, y lo comienza a abrir, pero lo hace con mucho, pero, mucho cuidado.
O, el temor a Dios es como el ratoncito del jardín zoológico, cuyo mejor amigo es un elefante. Él siempre lleva manís y otros manjares para su amigo gigante, y el elefante no les permite a los gatos aun ni siquiera, acercarse a la zona. El ratoncito sabe que su amigo lo ama, sin embargo, también sabe que, con un solo error de su parte, llegaría a ser nada más que una manchita de sangre en el piso.
Señalando la actitud que debemos tener frente a Dios, el autor de Hebreos nos exhorta a que «sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor.» (He 12.28b, 29)
El que teme a Dios está consciente de que está constantemente en la presencia de aquel que sabe todo lo que uno es y lo que uno piensa; en la presencia del Ser que hizo todo el universo con su palabra, del Ser a quien nadie ha visto, ni puede ver (1 Ti 6.16). No podemos jugar «juegos religiosos» con él.
Limpiarnos de toda contaminación
¿Quién es el verdadero responsable para lograr nuestra santificación? Pues, en un sentido, soy yo. Es cierto que la obra de santificación es de Dios, pero depende de mí, depende de cuánto estoy dispuesto, realmente, a pagar el precio.
La traducción de esta frase en la Versión Popular («mantenernos limpios») despista. Porque no es una actitud pasiva, sino activa. No es meramente mantener lo que ya he logrado, sino ir a la ofensiva, conquistar terreno nuevo.
Pero si soy el responsable en el proceso de mi santificación, también soy el problema principal. El obstáculo mayor no es algo que anda por ahí en el mundo, sino lo que está aquí, bien dentro de mí. Bien dijo el Señor que aquí adentro está el egoísmo, la falta de paciencia, los deseos innecesarios.
Muchas veces echamos la culpa de nuestros fracasos espirituales a las circunstancias. Los «culpables» son mis padres y la manera en que me criaron, o mi esposa y su falta de comprensión, o la situación económica que me tiene atado. Pero esas cosas llegan a ser un problema porque yo estoy mal. La gente que me rodea no debe afectar mi estado de ánimo. La situación económica no tiene nada que ver con mi vida real.
O también echamos la culpa a nuestro carácter. «Soy así, y no voy a cambiar a esta altura de mi vida...» Pero afirmar que hay una falla de nuestro carácter que Dios no puede cambiar es negar todo lo que Dios dice. Porque, justamente, son esas fallas personales lo que Dios se propone cambiar, «...el que está unido a Cristo es una nueva persona» (2 Co 5.17). Esas fallas personales —enojo, impaciencia, etcétera— son fruto del pecado, y Dios quiere que llevemos fruto del Espíritu.
El pasaje dice que debemos limpiarnos de lo que puede manchar tanto el cuerpo como el espíritu. Es decir, la tarea no se limita a ejercicios religiosos y mentales. Tiene que ver también con lo que hacemos con las manos y los pies, qué tocamos, a dónde vamos. Y en nuestra cultura, se refiere al sexo. Pablo en 1 Corintios 6.20 dice que debemos glorificar a Dios con nuestro cuerpo; en este contexto la frase tiene que ver con el abuso del sexo. Es un tema amplio a causa de sus distorsiones culturales, y por su exaltación en los medios de comunicación. Pero Dios quiere que también nos limpiemos en esta área de nuestra vida.
Perfeccionando la santidad
La palabra «perfeccionar» en este pasaje significa completar, lograr, llevar a su término. Subraya de nuevo el hecho de que la santificación es un proceso. Siempre estamos en camino; siempre tenemos nuevas alturas para escalar en el horizonte. El llamado de Pablo es un llamado a la persistencia, a la disciplina. Es el mismo llamado que escuchamos por todas las Escrituras: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.» (Mr 12.30)
Una buena ilustración es la parábola del Señor acerca de las dos casas (Lc 6.46-49). Siempre la utilizamos en la evangelización, pero también es una certera ilustración de este tema.
Porque uno puede forjar una vida que, aparentemente, es un éxito en todo aspecto. Un buen trabajo, una linda familia, hasta una participación activa en la iglesia. Pero frente a las demandas de Dios, todo se derrumba.
Es posible tener todo... sin embargo, no tener nada.
Porque Dios nos exige que seamos santos, como él es santo. No importa qué hayamos logrado u obtenido en la vida. Si no tenemos la santidad, hemos perdido el partido, ...pues sin la santidad, nadie podrá ver al Señor.